En estos días se cumplen dos años desde que compré mis quesos inmortales. Dos años durante los que dos paquetes de queso en lonchas han estado en una de las estanterías de mi despacho, pasando frío en invierno, calor en verano y básicamente subsistiendo a unos 23 grados durante las horas de oficina, cuando la calefacción o el aire acondicionado están conectados. O sea, cambiando bruscamente de temperatura cada 8, 10 o 12 horas, en función del día que yo tenga y absolutamente expuestos a la luz. Si miramos en un manual de buenos cuidados del queso, seguramente hay que hacer justo lo contrario a lo que yo he hecho con estos «quesos» durante dos años.
Llevan casi dos años caducados y jamás han estado en la nevera desde que salieron del Carrefour en el que los compré. Cuando los compré en 2014 escribí dos artículos sobre ellos, que puedes leer aquí y aquí. El año pasado por estas fechas, les dediqué un nuevo artículo para celebrar su aniversario, titulado precisamente Feliz Aniversario, en el que explicaba que estos quesos no se habían degradado tras pasar un año en una estantería de mi oficina. Pues bien, hoy vuelvo a traer el tema al blog para todos aquellos que no lo hayáis leído antes, y lo voy a hacer denunciando nuevamente las porquerías que nos venden y las mentiras que se esconden en las vitrinas de los supermercados bajo la falsa apariencia de alimentos naturales.
Como veréis en la foto, no hay trampa ni cartón. De fondo la página web oficial del Instituto y Observatorio de la Armada con la fecha y hora oficiales en España y en primer plano mis quesos, con sus fechas de caducidad. Llevan casi dos años caducados y como podéis apreciar, muestran mejor aspecto que muchas personas que conozco y se empeñan en comer pocas proteínas y pocas grasas. Uno de los paquetes ha empezado a resecarse un poco, pero el otro está prácticamente igual que el día que lo compré. ¿Cómo es posible que un paquete de queso que lleva dos años fuera de la nevera, con cambios continuos y bruscos de temperatura, se mantenga así, sin moho y sin signo aparente de putrefacción? Es sencillo, porque este queso que nos venden no es queso, sino una grasa vegetal probablemente hidrogenada con potenciales efectos nocivos para nuestra salud.
Me apena enormemente que el formato elegido por el fabricante (Abrilisto, s.l.) en connivencia con Carrefour es precisamente el queso en lonchas, que todos sabemos que en gran medida tiene un público infantil y juvenil. Sabemos desde hace mucho tiempo que las grasas hidrogenadas son dañinas para el ser humano, y sin embargo permitimos que los fabricantes nos cuelen este tipo de productos que, entre otras cosas, yo diría que se salta un buen puñado de normativas.
Para empezar, los valores nutricionales del producto brillan por su ausencia. No hay forma de saber lo que estamos comiendo nutricionalmente hablando. No está declarada la cantidad de sal ni de azúcar, aunque parece que la materia grasa es responsable de un 43% del peso del producto. Pero, ¿de qué grasa hablamos? Según leemos en la composición, de «grasa vegetal». O sea, que podría ser aceite de colza, aceite de algodón, aceite de maíz, aceite de girasol, de coco, de semilla de uva o Dios sabe de qué. ¿Conocéis algún aceite vegetal que a temperatura ambiente sea sólido? El que antes solidifica es el de coco, porque es una grasa saturada, y aún así se derrite por encima de los 25-26 grados de temperatura, y eso en mi oficina, especialmente en verano, ocurre casi a diario, especialmente cuando nos vamos y las máquinas de aire paran. Sin embargo, este «queso» no se derrite. El único motivo que se me ocurre es que hayan hidrogenado la grasa para mantenerla hecha una loncha con apariencia de queso, y digo apariencia porque si nos atenemos a sus ingredientes, de queso más bien poco. Para ser exactos, un 10 porciento.
Según leo en el etiquetado del que dice ser «Sándwich», este engendro contiene: grasa vegetal, leche en polvo, proteína de leche, fécula de patata, lactosuero, sales fundentes, (E452 y E338), Queso (10%), sal, acidulante (E330) y conservantes (E202). Las «E» son Polifosfatos (E452), Ácido Fosfórico (E338, ¡como la Coca Cola!), Ácido Cítrico (E330) y Sorbato Potásico (E202). De ellos, sólo este último es relativamente normal que esté en un queso. El resto son más propios de postres, bebidas gaseosas y demás. En realidad, un buen queso no suele llevar ningún aditivo y debe estar compuesto de leche, cuajo (o en su defecto fermentos lácteos, o ambos) y sal. Claro, cuando el queso es así, natural, dura poco tiempo y mucho menos si lo conservas en una estantería de una oficina, donde en lugar de durar dos años es probable que dure entre dos días y dos semanas, en función del calor que haga.
La moraleja de esta historia de mis quesos inmortales no es otra que recalcar la importancia de leer el etiquetado de los productos. Este producto parece queso, y probablemente si lo compramos y lo abrimos huela a queso y hasta sepa a queso. Pero no es queso. Algún listillo me dirá que es que el paquete no pone «queso» pero por su formato y presentación es obvio que está diseñado para confundir al consumidor, amén de que lo cogí de la nevera de los quesos, no de la zona de grasas poco saludables. O sea, aunque parezca una cosa, debemos leer las etiquetas para entender lo que estamos comprando. Aquí, el hecho de que el kilo de queso cueste 6€ ya debe ponernos en alerta, pues lo razonable en función del tiempo de curación es que el queso loncheado fluctúe entre 10 y 14 euros, y hasta 18-20 euros el kilo si hablamos de curaciones añejas. No hay duros a tres pesetas, y menos en alimentación. El litro de leche cuesta lo que cuesta, y no hay forma de hacer queso real sin leche.